Sábado, alrededor de las ocho de la tarde.
Las farolas junto a los árboles parecen alejarse de la
ventanilla del coche al compás de la música hasta que nos detenemos en un
semáforo. Entramos al pueblo y la gente de mi edad se ve feliz en la fría y
oscura tarde de otoño.
Las luces alumbraban la conocida cadena de supermercados de
colores claros, yo lo veo todo negro. La música antes lenta cambia a algo mucho
más sucio y ruidoso. Me gusta. Cambio mi ánimo. Ahora odio todo. Subo el
volumen e ignoro a mi madre que habla de lo que tiene que comprar.
Hay mucha gente dentro. Los miro y los mato sádicamente.
Menos a mi familia. Ellos son especiales. Para ellos será algo rápido y plácido.
Son principios de noviembre y ya hay cosas de navidad.
Asquerosa sociedad.
La música no puede amortiguar el ruido de la gente. Vuelvo a
mi adicción de imaginar la muerte de quién se cruzaba en mi camino, me
divierte, mientras nuevo la cabeza al ritmo del bajo de la nueva canción que
suena.
En las mangas de mi chaqueta puedo meter mis pulgares y mis
converse están rotas. La gente me mira, yo imagino sus muertes.
La gente ríe mientras echa productos a sus cestas, yo pienso
en matarlos. Me hace gracia, ambos hacemos cosas inútiles e insignificantes.
Cada medio minuto hecho un vistazo a mi alrededor, me
observan. Me mandan coger papel de aluminio, me dan ganas de ponérmelo en la
cabeza para que no quedan meterse en mi mente y controlarme.
Todo psicótico.
Me gustaría tener amnesia.
Odio recordar.
Hay un hombre calvo con una herida en la cabeza en la que se
aprecia la sangre. Sonrió.
Es extraño, pero me gusta no encajar en esta mierda de
sociedad.
Cruzo la carretera y me entran ganas de que algún coche
atropelle a la familia de pijos que van a mi lado y salpique su sangre hacia mi
rostro.
Subimos al coche, pongo la música a tope y me dejo llevar
mientras pienso en mi querido y amado líquido de vida. Sangre.
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