lunes, 19 de enero de 2015

Entrada número cuarenta y tres: Recuerdos.

Tiempo y lugar desconocidos.

Lo primero que noto es el olor. Huele a Ian, y también huele a Marcus, concretamente a sus cigarros favoritos. Luego soy consciente del balanceo y los sonidos exteriores. Abro los ojos, estoy en un coche, en la parte trasera, justo detrás del conductor, que es Ian. Lo observo todo, hay tres mochilas a mi lado, Ian conduce mientras toquetea la radio sin mirarla, Marcus, que se ha encendido un cigarro, lo chupa, saca el brazo por la ventanilla tirando la colilla y expulsa el aire lentamente, Ian se queja.
Por las ventanas se ven unas casas bañadas por el atardecer. Ya recuerdo, habíamos pasado juntos el día en la casa de la playa de la abuela de Jane. Eran finales de agosto. Y hacía calor.
Miro a Marcus otra vez, esta vez le pasaba el cigarro a Ian, que entre risas no lo rechaza y permite que mi hermano se lo coloque en la boca.
“Oye, no hagas eso. Te destrozarás los pulmones, Marcus ya es un caso perdido.”
Ambos rien. Marcus me mira por el espejo retrovisor que está pegado al techo y con cara vacilona chupa otra vez y me echa el aire a la cara. Le insulto entre risas. Mientras Marcus hace eso, Ian se gira, mi mira, me guiña un ojo que a la luz del atardecer se ve grisáceo mientras sonríe y habla.
“¡Pero si estás aquí! Como no has dicho nada desde que subiste al coche pensábamos que te habías quedado con tu novia en la playa.” dice riendo.
Vero, vero. Si no llegas a hablar ya tenía pensado tirarme a Ian esta noche.”
“¿Qué?” digo indignada, aun sabiendo que no está hablando enserio.
Ian ríe y comienza una pelea a manotazos con Marcus. Hasta que sin querer se le desvía un poco un coche y por casi nos estampamos con otro coche por el lado izquierdo, donde yo estoy sentada.
Hay un momento de tensión, estamos asustados. El coche es del tío de Ian, y casi puedo jurar que noté como la puerta se movía al pasar tan cerca del otro vehículo. Aun así estoy tranquila, como si interiormente supiera que no iba a pasar nada.
Tras un minuto de un silencio sepulcral empezamos a reír y Marcus enciende la radio y pone una antigua emisora de rock.
Entonces los tres comenzamos a cantar, primero casi inaudible, pero luego nos soltamos, una canción de The Ramones.
No es un grupo que escuche, pero son de esas canciones que las has escuchado tantas veces en la tele o en las películas que te las sabes.
Y allí en el coche, con ellos dos volviendo a casa y cantando al unísono a pleno pulmón como los idiotas que éramos, después de pasar la mañana con ellos y mi mejor amiga, me siento viva. Y feliz. Y no importa si quedan dos semanas para empezar el curso, ni que en esas dos semanas estaré la mayor parte de los días solas, ni importa, o al menos parece que momentáneamente no, que hace dos días estaba en el cementerio viendo como el ataúd de mi abuela era sumergido bajo tierra. Ya nada de eso parece importar, porque estoy siendo feliz en este maldito instante. Y eso es lo que cuenta, ¿no?
Aunque de repente recuerdo algo. La felicidad no es duradera. Entonces siento un bajón y me acuerdo que hace escasos minutos que podría estar muerta, o en estado grave y pienso que, a lo mejor, escapamos del destino. Pero del destino no se escapa, como en la película barata aquella del avión, y tal vez, en el siguiente coche, o en la siguiente curva, nos vuelve a esperar.
Entonces todo se oscurece alrededor. No, no, si sigo pensándolo pasará. Intento concentrarme en otra cosa, pero cuanto más lo intento, más pienso en ello. He caído en mi propia trampa y estoy asustada.
“Phobe, ¿puedes pasarme el agua?” me dice Ian.
Busco la botella por el suelo y en las mochilas, pero no está.
“No está aquí.”
“Creo que la metí en el maletero”, dice Marcus poniéndose las gafas del sol, ahora el sol refleja justo de frente.
Me desabrocho y me pongo de rodillas en el asiento, inclinándome dentro del maletero. El coche era de estos modelos que se podía acceder al maletero si le quitabas la especie de tabla que tenía, la verdad es que era muy práctico.
Mientras la alcanzo, escucho como Ian le pide las gafas a Marcus, diciendo que a él le hacen más falta, y vuelven a pelear como idiotas. Así que después de alcanzar el agua, me pongo a buscar las gafas que deben de estar en la bolsa de la playa, junto a las toallas.
Pero nunca las llegué a encontrar.
No sé cómo pasa, pero de repente algo ha colisionado contra nosotros, algo grande. El coche está patinando por la carretera mientras da vueltas. Al menos las ruedas siguen en el suelo.
Me doy varios cabezazos contra los cristales, el techo, los asientos, todo. Acabo en el salpicadero, al lado de Marcus e Ian. Pero no puedo ver sus estados, pues inmediatamente pierdo el conocimiento.
Me despierto en una camilla. Tengo algo en el cuello, parece un collarín, estoy muy desorientada. Veo el cielo, que ya está casi de noche. Creo que me hablan, pero interrumpo con algo que me interesa mucho.
“¿Marcus? ¿Ian?”
El enfermero sonríe, habrá visto que no tengo nada raro en la cabeza y me explica la situación con un montón de términos. Lo único que capto es que Ian no está tan grave y que Marcus está ya en el hospital. Al estar en el lado de la colisión algo se le clavó en las costillas y está en muy grave estado. Asustada creo que empiezo a gritar. Por un momento miro mis manos y veo que hay sangre en ellas.

Todo se vuelve negro.